PRODUCCIÓN Y DIFUSIÓN

Tienda de objetos artísticos. Detalle de Santa Catalina y Santa María Magdalena de Conrad Witz, ca. 1440, Museé de Beaux Arts, Estrasburgo
© Museé de Beaux Arts, Estrasburgo 

La producción de retablos flamencos esculpidos abarca casi un par de siglos. El punto de partida podría situarse hacia 1390, con los retablos realizados por Jacques de Baerze para la Cartuja de Champmol y su finalización hacia 1560-70 con el monumental retablo de Roskilde, en Dinamarca, que anuncia el estilo renacentista.

Se trata de una industria importante, orientada tanto al mercado local como al comercio de exportación. En Europa se conservan más de 300 retablos flamencos de madera policromada, provistos a menudo de puertas pintadas. Tras Bélgica, el mayor número de ellos se encuentra en Suecia, Francia y Alemania.

Esta producción de retablos, absolutamente excepcional por su cantidad y calidad, derivó parcialmente en una fabricación en serie, proveniente principalmente de los dos centros artísticos más significativos del Ducado de Brabante: Bruselas fue el principal foco productor durante el siglo XV y a partir de 1500 compartió protagonismo con Amberes, que llegaría a ser muy importante.

Los retablos flamencos suscitaron una atracción particular tanto en las cortes europeas como entre las órdenes religiosas, la burguesía adinerada o las comunidades laicas.

Algunos fueron encargados específicamente, de manera que su iconografía respondía a una petición expresa del donante; otros fueron adquiridos en los mercados libres. El más conocido era el mercado de Pand de la iglesia de Nuestra Señora de Amberes, habilitado en 1460 como mercado cubierto para los miembros del Gremio de pintores de San Lucas, participantes en la fabricación de retablos.

Para ser exportados a toda Europa los retablos debían poder ser transportados con facilidad. La construcción en módulos independientes, los grupos escultóricos separados y el ensamblaje entre piezas, favorecían su comercialización, siguiendo las principales rutas comerciales, tanto por vía terrestre como marítima. Algunos retablos flamencos fueron exportados incluso a Madeira o a las Islas Canarias, como el Retablo de la Infancia de Cristo de Telde.

El retablo es una obra colectiva que debe ser entendida como un todo. Sin embargo, está constituida por una serie de elementos que son fruto de diversos oficios y especializaciones. De hecho su elaboración requería el trabajo de carpinteros, entalladores de arquitecturas, imagineros, pintores, doradores, ebanistas -encargados de montar los relieves en sus marcos fijos- y, finalmente, los herreros que realizaban las bisagras mediante las que se fijaban los postigos a la caja.

A partir del último cuarto del siglo XV y comienzos del XVI, la demanda creciente provocó una reorganización de los talleres. Aparecieron normas de estandarización y se puso en marcha una distribución compleja del trabajo. Con todo, ciertos documentos de archivo y el examen de algunas obras, confirman la intervención de artesanos a veces procedentes de distintos talleres e incluso de diferentes centros de producción, en la ejecución de un mismo retablo.

La colaboración entre distintos maestros y las materias primas utilizadas (pigmentos, pan de oro y plata) elevaban su coste final. El retablo representaba por tanto un valor comercial importante y como tal requería un control.

Por ello, a partir de 1454 en Bruselas y de 1470 en Amberes, se establecieron marcas de garantía que certificaban la calidad de los materiales y del trabajo y aún hoy nos informan sobre el origen de la obra. Así, en la producción bruselense, un cepillo entre los brazos de un compás garantizaba la ebanistería, el mazo certificaba la conformidad de la madera y la escultura, y la marca BRVESEL grabada en el dorado correspondía a la policromía.

En las piezas de Amberes, una mano estampada con hierro candente avalaba la calidad de la madera y dos manos sobre el marco de las puertas establecían probablemente la garantía de la pintura. El castillo con dos manos encima (o sin ellas) indicaba la conformidad de la policromía y tal vez la del todo el producto una vez acabado.

Malinas también desarrolló sus propias marcas: un emblema de tres palos del escudo de la villa para la escultura, la mención «Mechelen» para la policromía o la inicial M estampada sobre el dorado.

El uso de estas marcas, condición sine qua non para que la obra pudiera ser vendida o entregada, constituye un fenómeno muy singular en la historia de la escultura occidental. Sin embargo, las infracciones a las prescripciones de los gremios eran numerosas, lo cual hace que a veces resulte difícil determinar el origen de los retablos o de sus partes integrantes. Así pues, una marca encontrada en un lugar determinado de un retablo no significa necesariamente que todos los elementos que lo componen hayan sido realizados en el mismo centro de producción.

Por otra parte, debido a los avatares de la historia material de una determinada obra, las marcas han podido desaparecer, al perderse, cambiarse o alterarse las piezas donde fueron grabadas o estampadas.


C. Périer d’Ieteren

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