GÓTICO

El Monasterio de Cardeña experimentó algunas intervenciones destacadas durante el s. XIII, vivió una notable actividad arquitectónica en el s. XIV y emprendió la renovación de su templo a mediados del XV.

La iniciativa particular y el mandato regio están detrás de las obras llevadas a cabo en el s. XIII. A mediados de esta centuria Fr. Lope de Frías se hace eco de una donación, por parte de María González de Tosantos para realizar la sillería del coro bajo el abadiato de Miguel III. Durante el gobierno del abad Domingo, iniciado en 1294, falleció Martín Ruiz de Támara, miembro del cenobio que dejó fondos para acometer la renovación de la nave de la iglesia correspondiente a la Capilla de San Vicente.

Fue Alfonso X el Sabio, en su visita a San Pedro de Cardeña en 1272, quien propició la intervención más trascendente de ese siglo: la construcción de un monumental sepulcro para el Cid. Los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre el lugar de su enterramiento. Cuando su cuerpo fue trasladado al monasterio, en 1102, pudo ser inhumado en el atrio, para ser trasladado al interior de la iglesia, posiblemente a lo largo del s. XIII. Es en este momento cuando se impuso la práctica de ubicar las tumbas de personas notables en el interior de los templos, una vez superada la prohibición los concilios sobre ese proceder. Los cronistas sitúan el segundo enterramiento al lado derecho del altar mayor, desde donde Alfonso X ordenó su traslado a otro punto próximo al altar. Se talló entonces la sepultura de dos grandes piezas de piedra apoyadas sobre leones, al modo de las del panteón del Monasterio de las Huelgas. Cerca de su sepulcro se situó el de su esposa, doña Jimena. Tras la construcción del  nuevo templo, en el s. XV, ambos fueron llevados frente a la sacristía.

El centro religioso fue utilizado como espacio funerario, y se realizaron enterramientos tanto en el claustro como en la iglesia, además de la Sala Capitular, que se reservaba para los abades. Personajes notables y donantes fueron inhumados en el cenobio, un hecho del que han llegado noticias desde el s. X, aunque no se conozcan los lugares concretos. Esta circunstancia se acentuó a partir del s. XIII, cuando el espacio claustral se convirtió en monumento funerario del martirio de los 200 monjes. doña Sancha, el rey Ramiro de León, el conde Garci Fernández y su esposa, hermano y sobrinos; El Cid, doña Jimena, sus hijos y algunos de sus nietos, o el obispo don Rodrigo, son algunos de los personajes que recibieron sepultura en Cardeña.

Del siglo XIV se conserva un interesante sepulcro, el del abad del primer tercio de esa centuria, Sancho Guillén, actualmente situado en la primera capilla lateral de la nave de la epístola, junto al muro del oeste. En su base aparecen talladas dos cabezas de león; el frente presenta tres escudos con bandas, flanqueados por figuras de religiosos con cirios; y sobre la cama sepulcral, su figura yacente, con báculo, mitra, guantes con adornos de pedrería y anillos, inicialmente policromada a juzgar por los restos de pintura existentes.

A mediados del s. XIV se inició un programa de intervenciones centradas, sobre todo, en el espacio claustral y que continuaría en la siguiente centuria. Durante el abadiato de Juan de Mecerreyes (1345-1378?) se realizaron dos crujías del claustro, además de gran parte de la Sala Real, desaparecida, probablemente, en la segunda mitad del s. XVI.

Pero es en el s. XV cuando se abordaron las obras más relevantes del periodo gótico. A comienzos de ese siglo, con el abad Juan de Balbás, se construyó el nuevo refectorio y el dormitorio situado sobre él; y a partir de 1430, en el abadiato de Fernando de Belorado, arranca la renovación del claustro. Probablemente durante este último proyecto se forjó la leyenda de los mártires según la cual el día de la conmemoración del suceso brotaba sangre de la panda sur. Los trabajos acometidos pretendían dar unidad al conjunto. La reforma planeó un claustro de una sola altura, iniciado por el oeste, que sería continuada por otros abades. Se asumió como modelo la tendencia de la época, con crujías cubiertas con armaduras mudéjares. En 1968, durante unas obras realizadas en la crujía norte, se descubrieron varias cabezas de vigas pintadas que no se han conservado, aunque sí existe documento gráfico sobre el hallazgo, que confirma filiación con las techumbres de la escuela mudéjar burgalesa. Los escudos se enmarcan por arcos mixtilíneos resueltos mediante lazos entrecruzados en la clave y recorridos por puntos azules.

Las obras del claustro se detuvieron al iniciarse la construcción del nuevo templo, aunque las retomó a mediados de siglo el abad Juan Fernández. En 1454 se rehízo la panda sur, la de los mártires, conservando la arquería bicromática y gran parte de sus capiteles. Al año siguiente, los trabajos se centraron en la parte norte, y en 1457, en la sur, la del capítulo. También proyectó el nuevo patio que se situaría al oeste del conjunto monástico.

De la reforma del  claustro realizada en el s. XV se mantienen los capiteles, del tardogótico, con motivos vegetales; y las basas colocadas en la panda de los mártires, de zócalo cuadrangular y cuerpo prismático ligeramente piramidal al haberse cortados los ángulos en forma triangular de lados curvos. De este momento también procede el arco de acceso entre la crujía sur y el templo, como se desprende del arco apuntado y las finas columnillas de las arquivoltas que conservan restos de policromía; y, probablemente, una tabla con una inscripción para fomentar la devoción a los mártires que no se ha conservado.

Sin embargo, la actuación más importante del s. XV fue la de la renovación de la iglesia, promovida por el abad Fr. Pedro del Burgo, elegido en 1445. Viajó a Roma, donde recibió la bula papal de Eugenio IV para buscar financiación, y consiguió permisos del rey Juan II y, posteriormente, de Enrique IV, para recabar donativos que permitiesen edificar un templo acorde con el esplendor del último gótico. Aunque no se conoce la identidad de los maestros que trabajaron en el proyecto, parece ser que fueron elegidos por el propio abad. Estudios modernos han apuntado la posibilidad de que tras la ejecución estuviese Juan de Colonia[1], considerado el mejor arquitecto del momento en Burgos y uno de los más reconocidos por entonces en Castilla.

La iglesia románica fue derribada en 1447 para iniciar la nueva. Poco después Fr. Pedro del Burgo fue destinado a Sahagún sucediéndole Fr. Juan Fernández, quien no parece que fuese tan diligente para continuar el proyecto como su antecesor, por lo que Del Burgo obtuvo licencia del papa Nicolás V, en 1452, para seguir impulsando la construcción. En julio de ese año se había cerrado la sacristía y la Capilla de Nuestra Señora en el ábside el evangelio. La cantería del templo se dio por ultimada en 1458, durante el abadiato de Diego de Belorado. Se culminaba así la fase principal de las obras, completadas las siguientes décadas.

Algunos biógrafos de Pedro del Burgo mantienen que no se llevó a término su plan de construir un cuerpo de naves de cuatro tramos, en vez de los dos finalmente ejecutados. Pero también se baraja la posibilidad de que el diseño original fuese el plasmado, ya que la iglesia presenta muchas similitudes con el nuevo templo de San Juan de Burgos, coetáneo y atribuido al mismo arquitecto. Ambos son de cruz latina con crucero que no destaca en planta, capilla mayor con doble tramo recto que sobresale del cuerpo central, rematado por una cabecera pentagonal con contrafuertes marcando los paños, cuya gran profundidad permitía la ubicación del coro en el presbiterio, y cuerpo de tres naves de dos tramos y pequeñas capillas laterales con función funeraria; aunque los tramos de la iglesia de Cardeña son estrechos con relación a la planta.

En el exterior resulta un potente volumen de piezas geométricas diferenciadas y en las que se impone en altura la nave transversal. Sin embargo, la pieza más notable, aunque poco conocida, es la bella capilla mayor, con ábside pentagonal y recios contrafuertes, que asume la antigua torre y a la que posteriormente se incorporó al sur la Capilla de los Héroes.

El gran hastial del oeste muestra forma piramidal por la estructura de las tres naves con la central de mayor anchura y altura y su articulación mediante arbotantes. Estas características se plasman en la fachada en un rígido perfil geométrico y escalonado, que potencia la sobriedad del lienzo de las superficies desnudas. En el eje central se sitúan el vano de entrada, el óculo y la espadaña añadida ya avanzado el s. XVI.

La puerta de acceso, realizada durante la construcción de la iglesia, a mediados del s. XV, está enmarcada en un esbelto arco apuntado, de profusa y fina molduración, con secuencia de cuatro arquerías y motivos decorativos escasos: solo pequeños capiteles en los cuatro arcos principales planteados de forma aislada. El vano acoge un arco carpanel muy rebajado. Sobre él se sitúa una línea de cornisa que delimita el espacio dedicado al tímpano, donde aparecen tres figuras sobre ménsulas figurativas resueltas mediante ángeles que sostienen los escudos de Castilla y León, del Cid y del monasterio con las llaves cruzadas entrelazadas, las tres varas de Cardo y dos palmas a ambos lados. La efigie del centro y la situada a la izquierda de esta representan a los patronos del monasterio, los apóstoles San Pedro y San Pablo, respectivamente. A la derecha de San Pedro, aparece otra figura, arrodillada, en actitud orante, que corresponde a un abad revestido de pontifical, concretamente don Pedro del Burgo, con las insignias de su cargo: báculo, mitra y guantes con detalles de pedrería y anillos. De su muñeca derecha cuelga una escarcela, que habitualmente representa la bolsa en la que se llevaban las limosnas, pero su forma similar a una caja ha llevado a pensar que se trata de un estuche para guardar un breviario. Las tres esculturas han sido relacionadas con Juan de Colonia[2].

En el interior, la altura de la nave principal permite la apertura de amplios ventanales ligeramente apuntados en los muros laterales y en la cabecera, aunque estos últimos han sido alterados en las restauraciones. El espacio se articula mediante seis potentes pilares fasciculados que generan multitud de columnillas en los arcos apuntados que descansan en ellos y separan los tramos, además de los correspondientes a los nervios de la crucería cuatripartita que cierra las bóvedas. El acceso a los ábsides laterales y a las capillas queda resuelto mediante amplios arcos, ligeramente apuntados, concebidos en sucesivos planos. La sobriedad se impone también aquí y la decoración se limita a los capiteles con motivos de cardina de cada uno de los arcos. El sistema de bóvedas, en cuatripartita, contribuye también a la austeridad, al reducirse el número de claves, generalmente con decoración sencilla de escudos sostenidos por ángeles.

Desde el ángulo noreste, junto a la Capilla de Nuestra Señora, se encuentra el acceso, a través de un bello arco conopial, a la sacristía, construida dentro del proyecto de renovación de la iglesia. Consta de dos piezas, una de tránsito y la sacristía propiamente dicha. La primera es una pequeña sala rectangular cubierta con bóveda cuatripartita apoyada en ménsulas. El espacio principal se articula en dos tramos cubiertos también por bóvedas cuatripartitas que descansan en ménsulas y claves con temas naturalistas. Aunque también sobria y sencilla, alberga uno de los elementos arquitectónicos más sorprendentes del monasterio y que sugiere el diseño de Juan de Colonia: el vano que comunica el presbiterio con la sacristía está enmarcado por un arco oblicuo de excepcional despiece. De él dice Gómez Martínez: "…más que ante un arco apainelado, nos hallamos ante un arco de medio punto que, al ser cortado oblicuamente por los planos del muro, produce sendas embocaduras elípticas. Esta característica, unida al hecho de que las líneas juntas, por el intradós, continúen de forma paralela el eje de la oblicuidad, corresponde al que los libros de montea denominan biaje por testa. En este caso particular, además, se ha acentuado el efecto de oblicuidad recurriendo al abocinamiento del vano…"[3].

La conclusión del templo, en 1458, se produjo durante el abadiato de Diego de Belorado, quien en 1470, encargó el retablo mayor, que no se ha conservado, y en 1494, una campana. Cinco años después, con Juan López de Belorado al frente de la abadía, se ejecutó el segundo piso de las crujías sur y oeste del Claustro de los Mártires y el singular coro alto situado a los pies del templo. La bóveda del sotocoro, una compleja cubierta estrellada con nervios combados, que sustituye los característicos caireles por las bolas y puntas de diamante típicas de finales del XV, ha sido atribuida a Simón de Colonia.

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